A un año del asesinato de Fernando Báez Sosa no existe aún proceso penal. Al escepticismo se suma la necesidad de una condena con alcance social.
Por Osvaldo Aguirre
El primer aniversario del asesinato de Fernando Báez Sosa, este 18 de enero, marca un momento de expectativa y de inquietud por la resolución judicial del caso. La fiscalía cerró la investigación en noviembre con el pedido de juicio por homicidio doblemente agravado por alevosía y por la participación de dos o más personas para ocho de los diez acusados. El juicio todavía no tiene fecha. Como hizo desde el principio, la familia de Fernando exigió “una condena ejemplar” para los responsables.
La fuerte demanda de justicia que se hace con el aniversario está cargada de sentido por varias razones. En primer lugar, expresa el temor a que el crimen de Fernando Báez Sosa no tenga el castigo que merece y a que los acusados reciban beneficios o privilegios por su origen de clase media o media alta -de hecho ya los tienen, al estar separados de la población común en la cárcel de La Plata-. El reclamo de una “condena ejemplar” resuena sobre un fondo de desconfianza hacia la justicia argentina que encuentra sobradas razones en la historia reciente.
La demanda se relaciona además con una aspiración que no es nueva porque ya se ha planteado ante otros hechos graves de violencia, como por ejemplo los femicidios: la exigencia de que ese tipo de episodios no se repita, que no haya otras víctimas de la violencia social. La pena que contempla la ley para la acusación que enfrentan los rugbiers de Zárate es la más alta del Código Penal: reclusión perpetua. La pregunta es si una resolución alcanza para producir un efecto en la sociedad semejante al que tuvo el juicio a las Juntas Militares al sancionar el “nunca más” como repudio al terrorismo de Estado.
El crimen de Báez Sosa estuvo presente día tras día en los medios hasta que a fines de marzo la cuarentena y la preocupación por el coronavirus lo desplazaron de la atención pública. A partir de entonces pareció transcurrir en la rutina de una investigación común y en pericias que precisaron aspectos puntuales, después que las imágenes grabadas por cámaras de seguridad y por celulares de testigos y agresores documentaran los distintos pasos del crimen, desde el incidente en el interior de una disco hasta el intento de los rugbiers por disimular los rastros de sangre y seguir como si nada hubiera pasado. Pero el aniversario viene a recordarnos que esta muerte inscribe una huella profunda y reclama, también como homenaje a la víctima, una comprensión ejemplar.
La agresión contra Fernando fue también la agresión contra lo que expresaba su vida, una vida común de familia que, como se ve en una secuencia de diez fotos en blanco y negro publicada ayer en Instagram, recién empezaba a tramar sus lazos, que empezaba a salir al mundo y tejía sus vínculos con valores solidarios. Los rugbiers no se enfrentaron contra otro que los desafiaba, como podría suceder en la calle, sino contra alguien que rechazó la incitación a la violencia, que precisamente trató de evitar una pelea. Esas no eran las reglas de Fernando Báez Sosa.
Contra esa vida se levantó la brutalidad de un discurso que entendía la competencia como eliminación del otro -considerado menor, descartable, “negro de mierda”- y que encuentra en la violencia su forma de imponerse. Los rugbiers supieron enseguida que Fernando había muerto, y con ese conocimiento se tomaron una selfie donde posaron sonrientes y con el pulgar en alto, se cambiaron de ropa y se fueron a comer una hamburguesa: celebraron la muerte en su grupo de WhatsApp y después de tomar recaudos para mantenerse impunes fueron a reponer fuerzas.
El crimen de Fernando rompió un estereotipo arraigado en los sucesos policiales. Los victimarios no eran varones pobres del conurbano o habitantes de villas, según muestran una y otra vez programas como Policías en acción, sino jóvenes de clase media con perspectivas profesionales e integrantes de familias bien conceptuadas en la sociedad. No es un dato accesorio, al contrario, porque la procedencia y sobre todo la vida cotidiana que llevaban los rugbiers son una parte decisiva en los hechos. Las referencias difundidas a través de las redes sociales sobre la vida que tenían en Zárate evidencian que el crimen no fue un rapto de locura ni la irrupción súbita de algo desconocido y ajeno para sus responsables sino el desenlace de conductas estables y de conocimiento público entre los vecinos y familiares y en las escuelas y los clubes a los cuales asistían.

El reclamo en playas de la Costa Atlántica.
Los medios no renuncian tan rápido a sus lugares comunes, y el crimen de Villa Gesell puso además en el banquillo a lo que funciona ahora como un nuevo estereotipo: el rugbier asesino. Surgieron entonces los antecedentes de Ariel Malvino -asesinado por rugbiers argentinos en una playa de Brasil-, y de unos rugbiers de La Plata que viralizaron fotos íntimas de una mujer, a lo que se agregó el comunicado deplorable de la Unión Argentina de Rugby sobre el “fallecimiento” de Fernando. Al contar “quién es” el “empresario” Claudio Tinari, detenido la semana pasada por violación y trata laboral en Pinamar, las crónicas lo presentan como rugbier y lo muestran en medio de un partido, sin aclarar que jugaba ocasionalmente como aficionado -como quien juega al fútbol en la calle- pero conscientes de que el agregado pone su grano de arena en el impacto de la noticia.
El rubgy argentino seguramente tiene que hacer una revisión de sus modelos, como también se planteó con los tuits racistas de jugadores de Los Pumas y con su pobre demostración de duelo por la muerte de Maradona en contraste con la que hicieron los All Blacks, pero no parece ser la condición deportiva la que determinó el comportamiento criminal. Para que algo como el crimen de Fernando no vuelva a pasar, quizá habría que preguntarse también cómo fue que los acusados pudieron actuar de esa manera y dónde hicieron su aprendizaje de odio: ocho personas lanzadas contra una, a la que golpean cuando está en el suelo, y que a continuación, cuando todavía llevan consigo la sangre de la víctima, se solazan con la cacería. Tampoco habría demasiado misterio: “¿Acaso no se nos enseña que se puede cagar a trompadas a un ladrón, que se puede quemar vivo a un violador? ¿Cuántas veces leímos en los comentarios de los lectores que hay que matar a los negros de mierda? ¿Cuántas veces escuchamos a periodistas o funcionarios justificar estas escenas?”, se pregunta Esteban Rodríguez Alzueta, profesor de Sociología del delito en la Universidad Nacional de Quilmes.
Lo espeluznante de las imágenes de Villa Gesell no consistió solamente en su contenido explícito sino también en lo que revelaron detrás de la cámara: la costumbre que tenía el grupo -y no solamente ellos, porque es una práctica común- de filmar sus peleas. Uno se graba en una pelea para volverse a ver, para verse en esa situación, porque se regocija con su imagen en el acto de pegarle a otra persona. Los que agredieron a Fernando actuaron en equipo, se repartieron los roles para golpear y para evitar que su víctima recibiera ayuda. Es imposible contemplar esas imágenes sin indignarse, pero también hay que pensar que ese tipo de acción está de hecho normalizada en sociedades donde la discriminación, el odio y los linchamientos son prácticas habituales.
¿Qué sería una condena ejemplar para el asesinato de Fernando Báez Sosa? Un castigo penal acorde al crimen, podría pensarse. Y quizá también una sanción contra los discursos que alientan la violencia y que circulan cada día como parte de la conversación corriente y de la interacción en las redes sociales. Pero eso ya no podría hacerlo solo la justicia.