La crisis de la policía bonaerense, la pelea por la caja y los que medran con la miseria. La
profunda desigualdad de un país que se autoconvence con falsos relatos. ¿Estamos ante
el fin de la movilidad social ascendente?
Durante estos convulsivos días de principios de septiembre no pude evitar pensar los hechos
que sacuden a nuestro país desde la perspectiva de dos obras clásicas: Los miserables de
Víctor Hugo y Las fuerzas morales de José Ingenieros. Tal como el poeta y escritor francés
delineaba las miserias de la sociedad parisina del siglo XIX, la crisis policial desnudó, otra vez,
las especulaciones de la política que juega cartas como los tahúres de los garitos. Inscrito el
asunto en el reparto coparticipable, el presidente, Alberto Fernández, deshizo por decreto lo
que su antecesor había resuelto por la misma vía.
Es evidente que para muchos la constitucionalidad de los actos tiene más que ver con cómo les va en la feria que con la intrínseca legalidad de las decisiones. Los magros 34 mil pesos de salario policial pusieron de relieve la miserable escala retributiva de un país que reproduce esa cifra (y menores) en la
mayoría de las actividades y que desde luego y por añadidura hunde en la desesperación a
jubilados y pensionados, que nadan hacia el martirio cotidiano en el fondo del estanque. Con una clase política incapaz de ajustarse y reformarse, completamente ajena al estertor unánime consistente en que nuestro país no puede sostener más el costo de esa misma clase que es, en sí, el verdadero contraste entre la opulencia y la indigencia, la Argentina condena su destino al debate marginal.
Decía José Ingenieros que hay solidaridad cuando la dicha del mejor a todos enorgullece y la miseria del más triste llena a todos de vergüenza. En el país de les miserables los ricos culpan a los pobres por el sobresalto de sus urbanas y domésticas tranquilidades, mientras que los más humildes sólo pueden esperar las migajas del clientelismo con el que los gobiernos de todo signo y jerarquía construyen, sostienen y retroalimentan la factoría de pobreza.
Los abanderados del ataque al punto de coparticipación restado a la ciudad de Buenos Aires sentencian al país federal a la desigualdad crónica, en tanto que los pontífices de la quita pretenden justificar todo mediante los sofismas de una equidad que no es tal, pues nada de todo ese dinero va al trabajo, a la producción ni al desarrollo regional, sino, más bien, a apagar un incendio de “llama azul” que puso en vilo a la investidura presidencial, que se vio insólitamente rodeada por una rebelión de subordinados carentes de sindicato, pero no de reclamos, incluso justos. Así las cosas, y mientras en Tres de Febrero la municipalidad demuele vigorosamente casillas de la indigencia (como si éstas fueran las madres de todos los males en un distrito plagado de irregularidades y desequilibrios territoriales), las horas pandémicas del país transitan la triste orilla de la muerte de las utopías, haciéndonos perder la esperanza en el progreso social y en una vida comunitaria menos individualista y un poco más feliz.
*El autor es escritor, licenciado en Gestión del Arte y la Cultura (UNTREF) y ex subsecretario
de Cultura municipal.